Foto: Blanca Padilla |
Son muy poquitos pero existen, me
encontré con uno en Iztapalapa; se llamaba Roberto, de casi ochenta años,
chaparrito, muy serio, enojón, pero era un ángel. Vivía en el mero centro de la
delegación, tenía un puesto de dulces en la puerta de su casa; los tarugos de
tamarindo con chile, me hacían babear de antojo.
Don Roberto descubrió mi
martirio y me invitó de su mercancía y de su conversación. Le conté que andaba en busca de
trabajo, que estudiaba derecho en la UNAM y que necesitaba plata para rentar
un cuarto donde quedarme.
A la
semana siguiente don Roberto, me ofreció trabajo: “tengo un puesto en el
mercado, te daré dinero para que lo llenes de frutas y verduras que comprarás
en la Central de Abasto. Tú lo vas administrar, para ti serán las ganancias,
lo único que te pido es que estudies mucho, sé que eres una buena persona y que
mi dinero estará bien invertido”.
Así me hice comerciante, cada amanecer
llegaba con mi diablito a la Central y lo cargaba de plátanos, sandias , uvas,
guayabas y demás frutas y verduras que hacían de mi puesto el más surtido del
mercado de Iztapalapa.
Al principio mis ganancias eran jugosas, pero mi bondad
hacia las mujeres, que me hacían ilusionarme con sus besos y caricias, me
llevaron a la quiebra. Cambiaba sonrisas femeninas por frutas de temporada. Esto,
aunado a mi ferocidad con que devoraba mis aromáticas guayabas, mis jugosas
sandías, mis coquetas uvas, hicieron de mi empresa un fracaso.
Don Roberto se
dio cuenta. Era yo un caso perdido y ya no quiso seguir apoyando los
despilfarros de un don Juan desnutrido. Comprendí su decisión y emprendí la
retirada, para aprender a sobrevivir sin un ángel terrestre, como el que
acarició mi vida en Iztapalapa.
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