martes, 20 de noviembre de 2012

Qué sucede con las armas cuando no hay fiesta en Aztahuacán

―¡Parto de la buena fe de la autoridad!, ¿por qué no? Salvo que tenga motivos para dudar de ella, no veo por qué no creerle― argumentó con vehemencia, durante un taller reciente sobre periodismo judicial, uno de mis colegas participantes.

―Cuando escucho algo así, entiendo por qué, para la autoridad, no hay nada más fácil que hacernos creer a los periodistas lo que queremos creer―, le respondí, soltándole un argumento que, por eficaz, traigo siempre bajo la manga.

Las motivaciones de muchos reporteros para «querer creer» son diversas. Por ejemplo, pereza mental, dependencia de una fuente determinada, servilismo a una política editorial, tiempo y recursos insuficientes para verificar la información o imposibilidad de hacerlo en virtud de la opacidad institucional.

La cobertura noticiosa de la muerte de Hendrik Cuacuas, de 10 años, ocurrida la noche del 2 de noviembre [2012] después de recibir un tiro en la cabeza mientras veía una película con su familia en un cine de Iztapalapa, al oriente de la Ciudad de México, exhibe esa acomodaticia credulidad de los periodistas que suele confundirse con candidez.

De acuerdo con la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, al pequeño Hendrik lo mató una bala perdida, disparada durante una celebración popular y que, por desgracia, penetró el techo de la sala cinematográfica. Tras una revisión de los contenidos que aparecieron en los medios noticiosos impresos y electrónicos que se producen en la capital del país, encuentro las siguientes constantes, que exhiben ese inveterado y antiperiodístico deseo de «creer» en la fuente informativa:

1) Habitantes de diversas colonias de esa zona de Iztapalapa suelen hacer disparos al aire, con toda suerte de armas de fuego, durante las celebraciones religiosas.
2) Son tan notables la ausencia policial como los robos, la intimidación y otros delitos del fuero común cometidos por personas armadas.
3) Por ello y a resultas de la muerte de Hendrik, el Gobierno del Distrito Federal decidió realizar operativos de desarme y clausuró la sala cinematográfica escenario de la tragedia por supuestas violaciones a las normas de establecimientos mercantiles, en tanto que la Jefatura delegacional correspondiente firmó un acuerdo con representantes de casi un ciento de comparsas y mayordomías «para evitar disparar al aire durante bailes y fiestas patronales» [Reforma, noviembre 18, 2012].

Y todos contentos, de modo que la muerte de Hendrik no nos dejará aprendizaje social.

No tengo forma de saber si la versión de la Procuraduría capitalina sobre este suceso es veraz. Pero puedo recordar ahora una pregunta que hace casi una década, en la «semana santa» de 2003, me llevó a reportear a Santa María Aztahuacán, una de las colonias más citadas después del homicidio de Hendrik: «Cuando no hay fiestas patronales, ¿qué hacen con las armas quienes tienen el hábito de celebrar disparándolas?».

Según lo publiqué en un reportaje aparecido en el número 157 de la revista Día Siete y en la crónica «Miss Iztapalapa», para la antología Viento Rojo. Diez historias del narco en México [Plaza & Janés, 2004], en esa colonia existe desde los años sesenta una suerte de tradición familiar iniciada por agentes de las siniestras Dirección Federal de Seguridad y División de Investigación y Prevención de la Delincuencia, esta última del entonces Departamento del Distrito Federal: muchos jóvenes heredan de sus padres y abuelos la ocupación de policía.
 Por Marko Lara Klahr

Del mismo modo, de acuerdo con mi investigación, fueron miembros de esos cuerpos policiales quienes consiguieron regentear el tráfico de drogas y armamento como parte de una industria delincuencial que floreció a mediados de los años setenta, gracias a los jefes policiales Arturo Durazo Moreno y Francisco Sahagún Baca.

Aún a principios de la década anterior, Santa María Aztahuacán tenía consolidada la reputación de ser uno de los grandes arsenales del centro del país, una colonia con alta concentración de bodegas de armamento, gracias a la complicidad de las policías preventivas e investigadoras federales y capitalinas.

Puesto que asistí a las celebraciones de la «semana santa» de 2003, me consta que en Santa María Aztahuacán y colonias aledañas, quienes disparan no lo hacen con rifles .22 o escopetas, según es costumbre en muchos pueblos y colonias populares, sino predominantemente con armas de uso exclusivo de las fuerzas armadas, como AK47 y R15, y esas armas provienen de aquellos arsenales, es decir, los que usa el crimen organizado en sus actividades habituales.

Marcelo Ebrard, el jefe saliente del Gobierno del Distrito Federal, y Miguel Ángel Mancera, quien está por sucederlo, serán lo que se quiera, pero estúpidos no. Tampoco Genaro García Luna y Manuel Mondragón y Kalb, secretarios de Seguridad Pública federal y capitalina; la procuradora general de la República Marisela Morales, ni el jefe delegacional Jesús Valencia. Saben exactamente lo que sucede ahí, pero simulan, en parte a sabiendas de que siempre habrá a la mano un periodista ávido de creerles.

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